lunes, 24 de agosto de 2020

Duelo en pandemia

Hace apenas unos meses, las pérdidas las llorábamos una por una, todos juntos. Ahora nos duelen al mismo tiempo la de quien muere y la de 60 mil más, y no podemos ni tocarnos. 60 mil familias han vivido esto que vivimos hoy en la mía.

No recuerdo la última vez que vi a mi tío Abel. Fue antes de la pandemia, por supuesto. Creo que fue esa tarde, comiendo en la mesa larga en casa de mi tía Came. Él estaba en la cabecera y yo a su lado. Antes de eso probablemente fue Navidad. Bailamos cumbias en el empedrado abajo del árbol de aguacates la cruz de cal de su madre, recién fallecida, aún en la sala de la casa. De ahí, una serie más de comidas dominicales, hasta llegar a la Primera Comunión de mis primos. Él fue el padrino y yo la madrina, porque así funcionan las cosas en esta familia.


Más recientemente, lo vi en tres videollamadas, todas desde el hospital del ISSSTE en el que estuvo internado durante tres o cuatro semanas el tiempo, en pandemia, es relativo. Levantaba un brazo, una mano, nos hacía ojitos. Tenía la garganta llena de tubos y la sangre mezclada con sedantes, pero aún se veía el brillo pícaro del segundo de tres hermanos. Durante tres semanas, recibimos diariamente un reporte de su estado de salud. El grupo familiar en whatsapp se convirtió en el espacio para hablar de riñones, infecciones y niveles de oxígeno.


El día que murió no hubo reporte. Sólo un mensaje de mi papá diciéndonos a mi hermano y a mí (que no estamos en casa con ellos) que mi tío había muerto. Luego una videollamada. Las lágrimas de mi padre, las mías, la voz de mi madre… mi hermano aún en el trabajo.

 

No habrá velorio. No tendremos café caliente, ni té, ni pan dulce de Mere. No habrá caminata con la caja hasta el panteón, bajo el sol y con cantos, todos de la mano. No habrá doblar de campanas. No habrá abrazos. No habrá ollas inmensas de arroz, pollo y mole, ni sartén con un par de bisteces para él (ya no será necesario). No habrá cruz de cal. No habrá rosarios.


Al duelo, ya bien orquestado y planeado, refinado después de décadas de llorar a nuestros muertos, lo mató también la pandemia. Todos los rituales de mi pueblo, diseñados específicamente para reparar el huequito que quien muere deja en el tejido social, están en pausa. Así que ahora estamos aquí, detrás de pantallas, teclados y smartphones, pensando en cómo lidiar con una pérdida que, para empezar, ni de cerca imaginábamos.


Cuando alguien muere, me acuerdo que los árboles en un bosque están conectados a través de sus raíces. Suzanne Simmard encontró hace algunos años que es posible aislar a un árbol, darle un poco de radioactividad y, días después, encontrar esa misma radioactividad en los árboles que le rodean. Las raíces llevan y traen nutrientes cuando un árbol está enfermo, o sano, o cuando muere. Creo firmemente que todos los rituales en mi pueblo el velorio, la procesión, la misa, el novenario, la levantada de la cruz tienen la importantísima función de actuar como los canales para repartir el dolor, para difuminarlo al bosque completo. Mi tío, muerto, al centro. Sus hermanos en el círculo siguiente. Los primos y los amigos cercanos, un círculo más lejos. Nosotros, los sobrinos, tomando el dolor que nos pasan los nuestros, compartiéndolo con amigos y con el resto de la familia.


Dolerse. Condolerse en México 2020, con sana distancia. La covid-19 se llevó a mi tío, y a los rituales de mi pueblo para despedirlo. A cambio, nos dejó misas en línea, conversaciones por videollamada, un grupo pequeñito de familiares llevando su urna al bosque donde le gustaba correr. En este mundo pandémico, hemos mudado el duelo a la Internet, y por eso, la muerte, que es tangible y concreta, se nos pierde entre las redes.


Por eso aquí estoy, tecleando, a ver si algo pesco.


Los que quedemos en el mundo real después de esto, las que quedemos después de este mundo pandémico, comeremos pollo y bisteces y bailaremos cumbias bajo el aguacate. Beberemos cerveza a tu salud (aunque no me guste), y quizá entonces, abrazadas de nuevo, podremos de verdad extrañarte.

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