lunes, 18 de noviembre de 2019

Ciclo del agua

Las identidades, me dice él entre bocado y bocado, son como el ciclo del agua
Empiezan como nubes. Como vapor. Como algo sin forma pero que moja. A veces se condensan y se hacen agua, y llueven y caen sobre las hojas.
Si hace frío, si el tiempo es el correcto, se hacen hielo. Como sólidos, tienen cuerpo, pero ya no se mueven. En Alaska las cortan en cubitos y las convierten en iglúes que protegen del frío.
En México les ponemos color y sabor y nos las comemos con chilito
Vuelvo a mi escritorio y pongo música
Tecleo (me da paz escuchar y teclear al mismo tiempo)
De las puntas de mis dedos sale la letra de la canción de una chica colombiana: Un mar de lágrimas lloré. Tuve que llorar para nacer. Tuve que llorar para crecer.
Se abre paso después una canción con más fuerza: Siento la necesidad de contar quién soy, para no morir, para no olvidar… Soy una bandera de libertad.
Y se me ocurre que el ciclo del agua y su mar de lágrimas tienen más que ver que la metáfora. Que llorando es como convertimos a esas identidades difusas en un líquido que fluye pero que tiene cuerpo. Que el llanto (que no tiene siempre porqué implicar agua salada en los lagrimales), sea de alegría o de tristeza, es ese testimonio de que algo lo vivimos bien, a fondo. Que nos tocó hasta lo más hondo.
Y así convertimos la neblina en agua.
Dice Gioconda que a ratos está triste y sale a los caminos, suelta como su pelo, y llora por las cosas más dulces y más tiernas. Que atesora recuerdos, brotando entre sus huesos, y se convierte en una infinita espiral que se retuerce entre lunas y soles, avanzando en los días, desenrollando el tiempo con miedo o desparpajo, gozándose en el ser que la sustenta.
Que, desde arriba, mira la eterna marea de flujos y reflujos que mueve el universo. El dolor la vuelve espiral ascendente. La desarma y la eleva.
Así, sublimándose, haciéndose vapor de nuevo, se acuerda de lo que mueve a este mundo.
Abro los ojos y sé que hoy, va a llover.