A los artistas debería concedérseles una muerte distinta: En
lugar de un último segundo frente a las luces de un automóvil a toda velocidad,
o el último estertor de muerte en una cama de hospital, debería concedérseles morir
deshaciéndose en arte.
Todas las personas a las que aman y que les amaron reunidas,
un escenario bien iluminado y, al centro, el artista cantando, deshaciéndose en
notas. Regalándose a los que están presentes (a los que sí estuvieron, porque
muchas veces olvidamos estar ahí, o estamos con prisas). Desapareciendo
lentamente frente a los ojos de quienes lo quieren, y quedándose hecho canción
dentro de quienes escucharon.
¡Qué coraje! ¡Qué tristeza! ¿Por qué permitir que tanta
belleza, tanta luz, acabe en un instante oscuro?
Pensándolo bien, quizá sí es así como mueren los artistas.
Sólo que es más lento. Menos obvio. Quizá nacen plenos de arte y de muerte, y
se van regalando al mundo. El mundo a veces no les escucha.
Ayer fui a la misa de un artista. Un hombre mágico, dijo su
padre. Yo no lo conocí. No estuve ahí cuando cantó en Plaza Roja. Pero me
parece haberlo escuchado: su canción resuena, sin lugar a dudas, en los
corazones de quienes le amaron.