No es que sea medianoche y sigas sin llamarme, ni que, adolorido
y desechado, mi endometrio se desprenda silenciosamente bajo mi vientre.
No son la luna llena, ni el frío de febrero, ni los tres
tangos que acabo de cantar a todo volumen.
No es (sorprendentemente) ese dolor rancio que me envenena
desde que era niña, ni la herida patriarcal y violenta que excavaron Mario y
Arturo en mi costado.
Estos son dolores de parto. Es la locura de sentirme al
borde de dar a luz a una yo más mía.
Es la primera contracción de un alumbramiento que quizá tome
el resto de mi vida.
Aquí, después del dolor de las heridas de otros en mi cuerpo;
Aquí, cuando mi alma ya es mía y está metida en un capullo
solitario;
Aquí, donde veo el montón de cenizas entre los dedos de mis
pies,
me asumo como ave fénix.
Tomo el cetro de mi vida y me proclamo emperatriz;
Le susurro a mi yo niña que ya puede salir, que está a
salvo, que puede tomar mi mano.
Esta es mi promesa:
De mi propia muerte, de mi propio vientre, renazco.