No sé si sea sólo yo o si a todos los que viajan lejos de casa les pase... Pero sé que hubo un momento en el viaje en el que me sentí más o menos así...
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A mi alrededor todo daba vueltas, me encerraba, me acorralaba, como amenazando con tragarme en cualquier momento.
Y entonces, lentamente al principio, fueron apareciendo preguntas en mi cabeza.
Intenté responder la primera, luego la segunda, pero la tercera llegó tan rápido, y me golpeó tan fuerte...
A partir de ahí no recuerdo mucho. ¡Dudé tanto y tantas veces!
Cada cosa que alguna vez di por cierta, desde la noche y el día hasta Dios y la vida, todo, todo lo puse en duda.
Era como si uno a uno fueran cortando cada hilo que me mantenía unida a lo que fui.
Cerré los ojos, volví a abrirlos, grité un nombre y luego dudé de mi propia voz, noté que mi corazón latía acelerado, asustado... Y luego dudé hasta del ruido de mis latidos.
Me esforcé por volver a atar los hilos, por sentir que no estaba realmente tan a la deriva, pero ataba uno y esa maldita (o bendita) conciencia cortaba tres más.
¿Cuánto tiempo estuve así? No lo sé...
Poco a poco me di por vencida, me quedé dormida...
Desperté horas después: el rostro hinchado, las manos en un puño, la luz aún entrando por la ventana y mi mente cambiada... Pero no, ya no estaba asustada. Había hallado un punto, uno solo, del que ya no dudaba.
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De la imagen: Homesickness de René Magritte