De mi padre, heredé la belleza.
No, no belleza física. Los dos tenemos narices grandes y ojos hundidos. Heredé belleza de esa que dura hasta después de que la cabeza se queda sin pelo, y las manos se arrugan más que pasitas para ponche navideño.
Mi papá me heredó música y poesía. Me heredó, desde que era una niñita de 5 años a Alberto Cortez, a Mercedes Sosa y a Cabral. Mi papá me sentó en sus rodillas para que escucháramos juntos las letras de Serrat. Así, niña, me pidió que cerrara los ojos, y que me imaginara al metro de la Ciudad de México desde una canción que lo describía como si fuera un extraño regalo:
"Cargando arriba y abajo
íntimos desconocidos,
amaneceres y ocasos
con dirección al olvido."
Cuando tenía 12, compró un aparato de sonido, y puso la novena sinfonía de Beethoven a todo volumen. Los dos nos sentamos en la sala, con tazas de té. Nunca me he sentido más feliz que esa tarde. Era como si de pronto alguien estuviera compartiéndome el secreto de la vida, aunque nunca haya terminado de comprenderlo.
Mi papá me heredó versos de Neruda y gotitas de sabiduría a las que vuelvo todavía de vez en cuando (no hay camino, se hace camino al andar). Me contó de las luchas en Argentina, y del origen de la fuerza de una Mercedes Sosa que canta como montaña. Crecí con un "gracias a la vida" en las entrañas.
Y cuando le dije que me iba a echar a volar, mi padre me escribió una carta corta y bella para recordarme que libertad era elegir aceptando las consecuencias de cada decisión. Su carta fue firme y tajante. Se aseguró, no obstante, de que la belleza me siguiera aún después de dejar el hogar: Cultivó un par de rosales y se aseguró de que llegar a mi nuevo hogar con una rosa fresca cada inicio de semana (te llegará una rosa cada día, que medie entre los dos una distancia...)
De mi padre, de mi bello padre, heredé la belleza de tomar alegrías, dolor y tristezas, y escribirlas en poemas en la orilla de barquitos de papel.