La tarde en que te fuiste Carmela, granizó. Yo tenía la ventana abierta porque llovía, y el olor a lluvia siempre me sabe a ti. Ese día comí arroz pasado de sal, y más húmedo que de costumbre. La señora del mercado (esa que tanto te hacía enojar cuando me sonreía a mí y no a ti) miró mis ojos rojos y me sirvió sin hablar siquiera. Comí solo, pagué la cuenta (sin guiñarle el ojo, porque no estabas tú para que eso te enfadara) y mis pies me arrastraron a casa.
No te extrañaba, no te extrañé, no me hacías falta...
Ese día, como todos los días desde hacía ya Dios sabe cuántos años, me senté frente a la tele con una taza de café en la mano. Di el primer sorbo de aire (verás, jamás aprendí a usar tu cafetera italiana) y me dispuse a soportar con paciencia la hora y media que duraba tu estúpido programa.
De pronto, el aire me olió a lluvia y supe que, tras la sequía, el cielo volvería a llover vida. Sin apresurarme, abrí la ventana, saqué mi rostro y dejé que tus besos (alguna vez me dijiste que el cielo me besaba) mojaran mi cara.
La tarde en que te fuiste Carmela, granizó.
Estábamos secos de rutina, sedientos de vida...
Esa tarde Carmela, se nos heló el amor.