jueves, 3 de febrero de 2011

Golpeando...



El saco rojo y lleno de aserrín cuelga del techo de mi recámara. Se mece inocente, sabiéndose más amigo mío que víctima o contrincante.
Su superficie me ofrece (como si fuera hombro o pañuelo suave) consuelo y apoyo para mis penas temporales.

La música está a todo volumen. La puerta, cerrada y mi madre en una habitación lejana (porque, como sabrán, todo esto a mi madre le inquieta y desagrada)
Tiro el primer golpe con suavidad, como saludando a mi cómplice en la fragilidad.
(¡Soy tan débil! Son cosas muy simples las que me preocupan y tensionan)

El segundo va fuerte. Sé que pronto estaré bien.

Cuando mi puño toca la lona, siento una oleada de alegría y de emoción que, por un momento, me libera de la tensión que me aprisiona todo el tiempo.
Entre latido y latido, el dolor de la espalda disminuye hasta trocarse por una sensación de ligereza, energía y fuerza.
Hay un placer inexplicable en el sonido de la sangre martilleando en mis tímpanos. El ritmo de mis pies brincando, preparando al resto del cuerpo para el siguiente ataque, es regular y tranquilizante.
A los 10 minutos mis brazos ya protestan, pero me rehuso a descansar;
ya siento lágrimas bajo los párpados (síntesis de dolor, alivio, orgullo y salvaje alegría)

Al tiempo que la primera de ellas cae para regar la madera del suelo, me obligo a golpear desde el hombro. Cae la segunda y el golpe va con la fuerza de mi torso completo. Finalmente, ante la cálida cascada que nubla mi vista, golpeo con todo lo que soy, con todo lo que pienso, con todo lo que siento... Con cada fibra de mi corazón, mente y cuerpo.
En el último golpe una sensación de tranquilidad recorre el camino desde mi puño hasta mi intelecto.
Me quito los guantes y hago un recuento de los daños:
Un moretón y algunos rasguños.

Recuerdos, justo precio por una tranquilidad que sentía se me escurría entre los dedos.


Golpear es una delicia...
En una fracción de segundo trueco estrés por alegría.